Herodoto La camara del tesoro


HERODOTO
LA CAMARA DEL TESORO
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LA CAMARA DEL TESORO
HERODOTO
I
EL MIEDO
Cuando Egipto figuraba a la cabeza de la civilización, estaba gobernado por unos reyes muy poderosos
y autoritarios a quienes se daba el nombre faraones.
En la época de este cuento, el mandatario de la bella región del Nilo era Rampsinitus. Se trataba de un
monarca afortunado como pocos, que en todas las guerras que había emprendido contra los vecinos
hostiles había salido triunfante, regresando a Menfis, capital entonces de Egipto, con gran nÅ›mero de
cautivos y un valioso botín que iba a engrosar su ya cuantioso tesoro. Y como se trataba de un hombre
avariento que no gastaba ni la más pobre de las monedas acumuladas ni regalaba la más humilde de las
joyas que llenaba sus colmadas arcas, llegó un día len que fue el más rico del mundo. Sin embargo, su
śnica ambición era poseer cada vez mayores riquezas.
Como todo avariento poseedor de gran fortuna, Rampsinitus estaba dominado por el miedo. No tenía
un solo instante de sosiego. De día y de noche, dormido y despierto, vivía temiendo que alguien le
arrebatara las riquezas que había acumulado con morbosa fruición.
Aquello no podía seguir así. Por eso, y con el fin de disfrutar de la tranquilidad que hacía aÅ„os había
perdido y tanto necesitaba, llamó a un arquitecto y le ordenó que construyera una cámara en la que
nadie pudiera entrar sin que él lo advirtiera rápidamente.
El hombre levantó una amplia construcción contigua a uno de los muros más seguros del palacio del
faraón y de acuerdo con las indicaciones dadas por éste. Para que nadie pudiera violarla desde el
exterior, trabó las piedras entre sí de tal manera, que ni el ladrón más astuto hubiera podido penetrar en
la cámara.
II
LA PIEDRA GIRATORIA
Como hemos visto, para la construcción de la cámara del tesoro, el faraón había sabido elegir a un hábil
arquitecto. Posiblemente más hábil de lo que el mismo faraón se imaginaba. Y decimos esto, porque,
aunque Rampsinitus no se lo dijo, el constructor adivinó el destino de aquel edificio, y sabiendo que el
dueÅ„o del mismo poseía el tesoro más valioso de la tierra y tal vez imaginado que a él no le vendría mal
una pequeÅ„ísima parte de dicho tesoro, dispuso las piedras de una de las paredes exteriores de tal
manera que resultaba fácil sacar una de ellas para quien estuviera al tanto del secreto. Todo consistía en
oprimir en determinado sitio que él solo conocía. Haciéndolo así. La piedra giraba sin hacer el menor
ruido y dejaba un boquete lo suficientemente grande como para que un hombre pudiera pasar por él. Y
la combinación estaba tan bien hecha, que cuando la piedra se volvía a cerrar. Encajaba tan a la
perfección con las demás, que por más atención que se pusiera al observar la pared palmo a palmo,
nadie era capaz de notar diferencia alguna entre la piedra giratoria y las restantes.
Una vez terminada la cámara, el faraón, loco de contento, encerró en ella sus riquezas. Y, aunque el
edificio era amplio y alto, tan amplio y tan alto como un salón de recepciones, se llenó, con arcones
repletos de oro y plata, con tinajas desbordantes de piedra preciosas y con canastas llenas hasta el tope
de los más variados y costosos objetos.
Rampsinitus iba todos los días a esa cámara, y allí pasaba largas horas embelesado en la contemplación
de sus riquezas. Y cuando a la noche se retiraba a descansar, dormía por fin tranquilo. Sabía que su
tesoro estaba bien guardado.
Aunque posiblemente, como ya hemos dicho, el arquitecto tenía el propósito de sustraer parte de las
riquezas del rey, no lo hizo. Y no sabemos si no lo hizo por un prurito de honradez, o porque la muerte
lo sorprendió antes de que pudiera llevar a cabo su plan tan hábilmente concebido. Sin embargo, antes
de morir llamó a sus dos hijos, y les puso al tanto del secreto de la piedra giratoria, agregando que la
había construído pensando en ellos, para que echaran mano de los tesoros del faraón cuando tuvieran
necesidad.
Aunque al decirles esto invitaba a sus hijos al robo, no se crea que el arquitecto era un mal sujeto.
Deben tener en cuenta los lectores que en aquella época y en aquel país, el robo no se consideraba un
delito tan reprobable como se le considera hoy y como en realidad es.
El moribundo les dijo a sus hijos que se valieran de las riquezas del faraón en caso de necesidad, pero
los muchachos, que se llamaban Hofra y Senu, no lo hicieron así, sino que poco después de dar
sepultura a su padre, realizaron una incursión en la cámara del tesoro real y, ante los cofres y las tinajas,
metieron la mano hasta el codo, como vulgarmente se dice.
III
LA TRAMPA
Rampsinitus estaba hondamente preocupado. Y no era para menos. Acababa de revisar sus riquezas, y
había observado que uno de los arcones que antes estaba repleto de pesadas monedas de oro aparecía
ahora poco menos que vacío. Además, una tinaja, que recordaba haber visto llena hasta desbordar de
collares de perlas del más puro oriente y de anillos y diademas cuajados de piedras preciosas, no ofrecía
ahora ni una décima parte de su contenido. Revisó detenidamente los sellos de la puerta y vió que
estaban intactos. Nadie, pues, había entrado. Sin embargo...
Para convencerse del todo, aquella misma tarde hizo otra visita a la cámara y vió que una urna que
había contenido una buena cantidad de alhajas aparecía ahora completamente vacía. Volvió a revisar la
puerta, y comprobó que nadie había roto los sellos. Interrogó a los soldados que montaban
permanentemente la guardia allí, y todos juraron que nadie se había ni siquiera acercado. Y como, salvo
la entrada privada del faraón, que el personalmente cuidaba y cerraba con siete llaves, no había otra
puerta que la que custodiaban los guardias, y en ésta los sellos permanecían intactos, Rampsinitus no se
explicaba cómo se habían producido los robos. Y como éstos se repetían, su preocupación era enorme.
Al día siguiente, ante la evidencia de una nueva sustracción, no aguantó más: llamó a su primer
consejero y le dijo:
-Sabes que tengo un tesoro.
-Grande como ninguno  contestó el funcionario, que era un gran adulón.
-Y sabes también que para ese tesoro tengo una cámara.
-Invulnerable como ninguna.
-Eso creía yo hasta hace poco; pero desgraciadamente no es así.
-żAcaso?...
-Sí. Los ladrones han penetrado varias veces en ella y se han llevado monedas y joyas de gran belleza y
valor.
Fue tan inesperada aquella revelación, que Ramenca, que así se llamaba el primer consejero, se quedó
perplejo y sólo atinó a decir:
-Eso es imposible, seńor.
-Supongo  exclamó el faraón, con grave tono -que no insinuarás que yo miento.
-De ninguna manera, seńor  se apresuró a decir el funcionario, para atenuar la mala impresión que su
desatinada exclamación había producido en el rey.
-Sabemos que hay ladrones  continuó Rampsinitus-, pero también sabemos que no son ladrones
vulgares. Se han llevado las riquezas sin dejar el menor rastro. Los sellos de la puerta están intactos, y
los soldados de la guardia juran no haber visto a nadie.
-Realmente, son unos malhechores extraordinarios, gran seńor.
-Pero contra malhechores extraordinarios, hay que disponer de extraordinarios recursos. Mandaremos
construir una trampa.
-ĄEso es! Una trampa dispuesta de tal manera que en cuanto el ladrón meta la mano en un arcón o una
tinaja, se vea fuertemente agarrado.
-No. żAcaso ignoras la fábula del zorro y la trampa?
-No la recuerdo, seńor.
-Pues escucha y tenla presente cuando encargues el aparato para atrapar al ladrón de mi tesoro... Había
una vez un zorro que quedó agarrado en una trampa por la cola. El astuto animal sabía que, si seguía
allí, el dueÅ„o de la trampa, tan pronto llegara, le daría muerte. żQué hizo entonces el zorro?. Aunque
estaba muy orgulloso de su cola, se la cortó con los dientes y dejándola en la trampa, quedó libre. Hay
que procurar, pues, que el ladrón no pueda cortarse la mano y salvar el cuerpo. Imagina, entonces, una
trampa dispuesta de tal manera que cuando el malhechor toque lo que va a robar, quede agarrado por
los brazos, las piernas y la cintura.
-Vuestras órdenes serán cumplidas seÅ„or  dijo el primer consejero.
Y, después de hacer una profunda reverencia, se retiro del aposento real.
IV
AGARRADO
Como las riquezas las obtenían con tanta facilidad, Hofra y Senu las gastaban a manos llenas y sin
provecho alguno. De manera que apenas les duraba un par de meses aquello con lo que una familia
hubiera vivido durante más de cincuenta aÅ„os sin penurias.
Por eso ahora encontramos a los dos hermanos planeando otra visita a la cámara del tesoro del
riquísimo faraón.
-Hoy tendremos noche sin luna  dijo Hofra-. Por lo tanto, podremos acercarnos a la pared de la piedra
giratoria sin que nadie nos vea.
-Me parece bien  contestó Senu-. Y a ver si cargamos con algo que nos dure más que lo que llevamos
śltimamente.
Inmediatamente se pusieron a hacer los preparativos, y en cuanto llegó la medianoche se encaminaron
al palacio del faraón en uno de cuyos costados se levantaba la cámara del tesoro.
Se acercaron con toda cautela al muro cuyo secreto conocían sólo ellos, y después de convencerse de
que nadie los había visto, buscaron a tientas la piedra giratoria. Hofra, que era el que iba a entrar,
Mientras Senu, quedaría de guardia afuera, oprimió el muelle secreto, y la piedra, después de girar como
si lo hicieran sobre unas bisagras le dejó expedita la entrada.
Una vez dentro, el muchacho volvió a cerrar, para evitar una sorpresa, y después de encender una yesca,
prendió una lámpara que llevaba consigo. A la débil y vacilante luz, observó las riquezas que tenían a su
alrededor, sin decidirse por ninguna, pues no sabía cuál valía más. Por fin se dirigió a una de las tinajas
que estaba llena de rubíes y esmeraldas, pero apenas había metido la mano en su interior, se sintió
agarrado por los brazos, las piernas y el cuerpo, de tal manera que por más esfuerzos que hizo no pudo
soltarse ni hacerse el menor movimiento. Se diría que tres hombres hercÅ›leos, lo sujetan fuertemente.
Forcejó un rato y se ensangrentó la muńeca tobillos. Tan fuerte era la trampa y tan ingeniosamente
construída estaba, que el ladrón agarrado no pudo conseguir cosa alguna.
Exhausto y dolorido, descansó un rato y se puso a reflexionar. Si no se soltaba, podía darse por
perdido. Ni él ni su hermano tenían las herramientas que hacían falta para romper aquel aparato. Y allí
lo iba a encontrar el faraón.
En un rapto de desesperación forcejó con todas sus fuerzas, y no consiguió otra cosa que los anillos
que le sujetaban las muńecas le penetran en la carne y le abrieran las arterias. La sangre le manaba en
abundancia.
Comprendiendo que iba a morir, se arrimó al muro y llamó a su hermano.
V
LA TRAGEDIA
Al oír la voz de Hofra, contestó Senu:
-żQué quieres?... żQué te pasa?
-Ven en seguida  exclamó con desfallecido acento moribundo-, Empuja el resorte y entra. Me muero,
hermano me muerto...
Comprendiendo que algo grave le había ocurrido a Hogra, Senu hizo girar la piedra, entró en la cámara
y volvió a cerrar. Se aproximó a su hermano y se quedó mudo de terror al ver la situación en que se
encontraba.
-He quedado agarrado en una trampa  dijo aquél-. Voy a morir y debo resignarme. Pero no hay
necesidad de que los dos seamos castigados y que la vergüenza caiga también sobre nuestra pobre
madre. Apenas amanezca llegarán el rey y los guardias, y al reconocerme sabrán que tÅ› eres el otro
ladrón. Por lo tanto, una vez que me haya muerto, que será dentro de poco, me cortarás la cabeza y la
llevarás a casa. De esa manera no sabrán a quien pertenece el cuerpo del ladrón.
Una vez que Hofra se hubo desangrado, y seguro de que ya no sufriría, Senu le cortó la cabeza y
abandonó horrorizado aquel espantoso lugar. Cerró con todo cuidado la piedra giratoria y regresó a su
casa llevando consigo el despojo de su hermano, que puso en una urna y enterró en un rincón del
jardín.
VI
LA ASTUCIA DEL FARAÓN
Aquella noche Rampsinitus había dormido muy mal. Hacía muchos días que estaban puestas las
ingeniosas trampas en todos los cofres, tinajas y canastos del tesoro, y el ladrón no había sido atrapado.
żEs que se valía de otros medios para burlar de nuevo al dueÅ„o de las riquezas?
En cuanto amaneció se levantó y se dirigió a la cámara. La escasa luz que se filtraba por las pequeÅ„as
ventanas abiertas a una altura conveniente le permitió ver el cuerpo de un hombre agarrado en una de
las trampas. En el primer momento no se dio cuenta de que se trataba de un decapitado. Y atribuyó su
falta de movimiento a que se había quedado desmayado de la impresión y el horrible dolor.
Considerando que al fin iba a dar con los hilos de la trama y agarrar a todos los cómplices del ladrón, si
los tenía y tomar venganza en todos ellos por el delito cometido, se acercó sonriendo al cuerpo
exánime. Sólo cuando estuvo junto a él vió, horrorizado y sorprendido a la vez, que no tenía cabeza.
Su contrariedad creció de punto al comprender que existía por lo menos un cómplice del ladrón que
logró quitar al cadáver el Å›nico medio de identidad y, lo que era peor para el faraón, había salido por un
lugar que él no acertaba a descubrir en modo alguno.
Revisó cuidadosamente todas las paredes, inspeccionó el piso, miró detenidamente el techo, fue a ver
los sellos de la puerta, que encontró intactos, y finalmente ordenó que revolviera todo lo que contenía
la cámara, para ver si aparecía la entrada secreta. Todo fue inÅ›til. No se encontró la menor celan.
-Ä„Eso ya es insoportable!  le dijo el rey a su primer consejero-. No hay duda que el ladrón tenía un
cómplice.
-O varios  Contestó el funcionario.
-Bueno. Sean uno o varios, hay que agarrarlos.
-Nos sé cómo ...
-. Yo sí lo sé. Harás colgar el cadáver en una de las paredes exteriores del palacio.
-En seguida, seńor.
-No te apresures, que eso no es todo. Además de hacer colgar el cadáver, dispondrás la guardia de
manera que pueda observar bien la cara de todos los que pasen.
-En seguida, seńor.
-Ä„Un momento, que todavía hay más! Darás también orden a los soldados de que detengan a quienes
lloren o se quejen o demuestren la menor aflicción ante le cadáver. Inmediatamente, el que haya hecho
esa clase de demostraciones debe ser traído a mi presencia.
Con esta medida el faraón dio muestras de gran astucia, pues los antiguos egipcios creían que para
lograr la vida en la eternidad los cadáveres debían ser embalsamados y enterrados completos y con toda
clase de ceremonias. Rampsinitus esperaba que si sus deudos no iban a reclamar el cadáver por temor a
verse comprometidos en los robos del tesoro, por lo menos irían a verlo y no podrían dejar de expresar
su dolor.
VII
EL FALSO MERCADER
Cuando la madre de los muchachos se enteró de la muerte de su hijo mayor y de que su cadáver estaba
expuesto vergonzosamente al pśblico a merced de las aves de rapińa, lloró con la desesperación que es
de imaginar y recriminó al menor de sus hijos su comportamiento. Este se defendió como pudo, pero la
afligida mujer no quiso oír razón alguna y ordenó a Senu:
-Ahora mismo sales y me traes el cadáver de tu hermano. No puedo permitir que se condene para
siempre, por no poderle dar digna sepultura.
-Es imposible, madre  replicó el muchacho-.
Comprenderás que ...
-Yo no comprendo nada. O me traes el cadáver de mi hijo, o voy a pedírselo al faraón, informándole de
paso de lo que has hecho.
-żQué conseguirás con eso, madre mía? Perder a tus dos Å›nicos hijos, en lugar de haber perdido a uno
solo. Además el cadáver está custodiado día y noche y los soldados observan a quienes lo contemplan.
Todos los razonamientos de Senu fueron en vano. La afligida madre no quiso ni escucharlo. De manera
que el muchacho terminó por disponerse a complacerla. żCómo? No lo sabía en el primer momento,
pero a fuerza de reflexionar dio al fin con la manera.
Comprobó media docena de burros los cargó con pellejos de vino. Cuando llegó la noche se disfrazó
de mercader y salió de su casa, tomando, detrás de la recua, el camino del palacio del faraón.
No tardó en llegar al punto donde estaba expuesto el cadáver de su hermano. Entonces, procurando
que los soldados que montaban la guardia no lo advirtieran, se acercó a uno de los asnos y desató la
boca de los dos pellejos que cargaba.
Inmediatamente empezó a derramarse el vino por el suelo. El muchacho se hizo el sorprendido y,
golpeándose la cabeza y el pecho con los puÅ„os cerrados, se lamentó de su mala suerte.
VIII
EL PODER DEL VINO
Los soldados, tan pronto vieron que se estaba perdiendo lastimosamente el vino, fueron en busca de
recipientes y empezaron a recogerlo y beberlo, sin consideración de ninguna especie parea el
damnificado.
-Ä„Sinvergüenzas!  gritó Senu, con fingida cólera-. żCómo os atrevéis a aprovecharos de la desgracia de
un pobre mercader? Ä„Ojalá toméis una borrachera que os haga reventar! Ä„Aprovechadores! Ä„Pillos!
Ä„Granujas! Voy a quejarme al mismísimo faraón.
-No grites tanto  le dijo uno de los guardias-. żPretendías, acaso, que dejáramos desperdiciar un vino
tan rico como este? Somos tontos pero no tanto.
-Ä„Sois unos ladrones! Ä„Unos canallas! Ä„Unos infames de lo peor!
-Por lo visto, el solo olor del vino te ha hecho perder la cabeza. żNo te das cuenta que no te hemos
quitado nada que hubieras podido aprovechar? Tranquilízate, y te ayudaremos a arreglar la carga de tus
burros, para que el caso no se repita.
El falso mercader fingió que las sensatas y tranquilas palabras del soldado lo serenaba y, cambiando de
tono, empezó a charlar cordialmente con los guardias y hasta celebró algunas de sus ocurrencias.
No desdeńó tampoco unos tragos de su vino que le alcanzaron, y así, riendo y bebiendo, terminaron
por hacerse amigos, sentimiento que el muchacho ofreció sellar con el contenido de un pellejo entero
que obsequió a los soldados. Estos no se hicieron rogar, y pronto dieron cuenta de buena parte del
vino.
Al fin todos estaban ebrios, con excepción de Sensu, que disimuladamente había ido tirando licor a
medida que se lo servían. Sin embargo, fingió encontrarse tan borracho como el más perdido de los
guardias. Estos estaban tendidos a lo largo del muro del palacio del faraón. Cuando el falso mercader
comprobó que ni uno solo había quedado despierto, descolgó el cadáver de su hermano, lo cargó sobre
uno de los asnos y lo llevó a su casa para entregárselo a su madre, quien le dio digna sepultura junto con
la cabeza que le faltaba.
Y desde entonces reinó la paz en el alma de la buena mujer.
IX
ASTUCIA CONTRA ASTUCIA
Grande fue la cólera del Rampsinitus al comprobar que nuevamente había fracasado en su intento de
dar con el ladrón de su valioso y querido tesoro.
-Pero no cejó en mi empeńo  le dijo a su primer consejero, que aguantaba temblando el chaparrón de
insultos y recriminaciones que le caían con violencia.
-Echaremos mano de toda la fuerza  se atrevió al fin de decir Romanca-. No hay como la fuerza, seńor.
Si lo sabré yo...
-ĄNada de fuerza!  gritó el faraón-. Con un hombre tan astuto como ese ladrón hay que emplear su
propia arma: la astucia. żlo oíste bien? Ä„La astucia!
-Me parece bien, seńor.
-Todo le parece bien, pero no haces nada. Afortunadamente, yo pienso para los dos, aunque tÅ› cobres
por lo que no piensas. Esta vez nos valdremos de mi hija para atrapar al huidizo delincuente.
-ĄCómo! żvais a exponer a la bella princesa, gran seńor....?
-No hay riesgo ninguno. Sabes que soy un buen padre y que por nada del mundo permitiría que mi hija
sufriera ningÅ›n daÅ„o. Esto debías haberlo supuesto, idiota.
-żQué habrá que hacer, entonces? Vos mandáis, seÅ„or...
-Harás anunciar por medio de pregoneros que daré en matrimonio a la princesa al hombre que se
presente a ella y en secreto le revele una fechoría para cometer la cual haya sido necesario emplear
astucia. El autor de relato que la princesa considere más interesante, será el favorecido. Fíjate bien en lo
que he dicho, imbécil: será el favorecido.
-żY lo será, en verdad, gran seÅ„or? Porque yo creo que ...
-No, tonto. En cuanto ella vea que está en presencia del ladrón, hará una seÅ„al y la guardia caerá sobre
él. żEntendéis ahora? żTe vas dando cuenta, grandísimo estÅ›pido
Las cosas se hicieron tal como el faraón las había dispuesto.
Tan pronto Senu oyó al pregonero se dio cuenta que el rey se proponía atraparlo, pero, como era tan
temerario como astuto, decidió aceptar el reto. A la viveza del soberano opondría la suya, que también
era una viveza soberana.
El día indicado para el singular torneo, el muchacho se presentó en el palacio del faraón envuelto en su
largo manto. Al llegarle el turno, penetró en el salón donde la princesa lo aguardaba. Se acercó
respetuosamente, y cuando ella le preguntó que cosa extraordinaria podría contar que revelara gran
astucia, le refirió lo que le había pasado en la cámara del tesoro con su hermano y de qué medios se
había valido para apoderarse del cadáver de éste y cómo había devuelto la tranquilidad a su madre
llevándole los despojos.
Los guardias que desde las habitaciones contiguas veían y escuchaban lo que ocurría en el salón; al
enterarse del extraordinario relato de Senu, se prepararon para caer sobre él a la primera seÅ„al de la
princesa. Por eso, en cuanto ésta tuvo la certeza de que el joven era el ladrón que su padre andaba
buscando, lo tomó del brazo y llamó a los guardias; pero se quedó muda de sorpresa y horror al ver que
el hombre al cual tenía fuertemente asido escapaba velozmente. żQué había ocurrido? Que el brazo que
había agarrado la princesa no era el del muchacho, sino uno postizo que a propósito se había colocado
el muy tunante bajo el mato.
En lugar de perseguir al fugitivo, los soldados tuvieron que atender a la joven, que se había desmayado,
con lo que facilitaron la huída de aquél, que no tardó en perderse de vista.
X
PROMESAS CUMPLIDAS
Cuando el pueblo se enteró de lo ocurrido, ridiculizó al faraón, quien, convencido de que no podía
luchar con un hombre de tanto ingenio como audacia, decidió otorgarle su perdón siempre que le
revelara el secreto del cual se había valido para penetrar en la cámara del tesoro sin que nadie se llegara
a enterar.
Al llegar la resolución real a conocimiento de Senu, éste se presentó al monarca con serenidad y ánimo
bien dispuesto.
-żNo temes mi castigo?  le preguntó Rampsinitus.
-No, puesto que me habéis perdonado, y el faraón jamás falta a su palabra, pues es el más justiciero de
los reyes.
-Eres tan astuto como valiente y sensato. Cumpliré mi palabra, pero tÅ› me revelarás el secreto que tanto
me interesa, me refiero al secreto para penetrar en mi tesoro.
-Lo haré siempre que vos cumpláis con la otra palabra: la de conceder la mano de vuestra hija a la
persona que le relatara la aventura más portentosa. De otra manera no me consideraré obligado, ya que
hablo con el más justiciero de los reyes.
-Cumpliré también con esta palabra, si estás arrepentido de tus delitos. Como comprenderás no puedo
casar a mi hija la bella princesa, con un ladrón.
-Arrepentido estoy, seńor, y prometo devolveros con mi trabajo las riquezas que tan astutamente os
quité.
Ambos cumplieron lo prometido. El faraón dejó que Senu se casara con su hija, la joven y fue un
auxiliar tan valioso para Rampsinitus, que éste aseguraba que le había devuelto con creces el valor de lo
robado en la cámara del tesoro.
FIN


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